La escena se repetía cada tarde, casi como un ritual doméstico, en la carnicería de la familia Hornos. Un muchacho de comportamiento adulto, con el delantal manchado de grasa y manos precisas conocedoras del oficio, sostenía a un niño que no era suyo. El nene seguía a Carlos Hornos a todas partes, entre las heladeras de acero, los ganchos, el olor fresco de la carne. Lo levantaba en brazos, lo acomodaba a un costado y seguía trabajando. A veces lo dejaba sentado en el mostrador y charlaba con él.
Ese niño era Pedro. Apenas tenía seis meses de vida cuando sus padres se separaron y quedó al cuidado de una tía que vivía a media cuadra de la carnicería, en la localidad platense de Los Hornos. Pero al tiempo, esa tía quedó embarazada y no pudo hacerse cargo de criar a su sobrino. Entonces, antes que cualquier institución o pariente lejano interviniera, la familia Hornos adoptó a Pedro como propio. Carlos hizo lo que venía haciendo desde el primer día: protegerlo. Y su madre, Teresa, dio el sí definitivo. Así, en una casa de 517 entre 212 y 213, al oeste del partido de La Plata, Pedro pasó a ser un hijo y hermano más. Pero sobre todo, la responsabilidad afectiva de Carlos…